Somos veletas inanimadas. ¡Vaya contradicción! Vamos para donde va el viento, sin resistencia ni trabas; y al mismo tiempo inmutables esperamos la nueva ráfaga que nos hará cambiar de dirección.
En ese proceso nunca nos preguntamos nada, nunca cuestionamos, nunca dudamos, siempre obedecemos.
Como simples títeres del tiempo y de sus inclemencias, vamos girando para no contradecir las órdenes que vienen de un huracán o de una leve brisa. No importa el origen ni la intensidad, la cuestión es siempre dejarse dirigir sin más expectativas que la espera de la próxima ventisca.
Somos totalmente funcionales a las necesidades de otros, y por si fuera poco apuntamos al resto hacia esa dirección, buscando arrastrar al resto hacia la misma volatilidad y anulación de sus decisiones.
Sí, tenemos bien marcados los puntos cardinales, nos ubicamos perfectamente, no nos desorientamos, pero a la hora de aprovechar estas ventajas las dejamos de lado porque una nueva corriente de aire nos cambió el rumbo.
Nuestro Norte nunca es el mismo; ni siquiera es nuestro.
Estamos en la cima de todo, sí, pero eso no nos permite ver que justamente estamos allí para ser manejados por los vientos, que son los verdaderos dueños de nuestro destino.
Giramos sobre nuestro propio eje, creyendo que así ya tenemos distintas visiones de la vida, a la que vemos desde arriba y siempre desde la misma posición. Porque además de a la deriva, estamos anclados.
Siluetas anónimas sin poder de decisión sobre nosotros mismos. Eso somos. Y allí siempre hay alguien para ocupar la dirección de nuestra vida. El viento sigue soplando y nosotros seguimos dando vueltas hasta que un nuevo halo nos dirija hacia otra dirección.
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