Dar una mano, extender el brazo, acercar, alejar. Todo termina en ella.
Tiene infinitos caminos. Algunos más nítidos que otros. Todos transitables, todos como opciones, ninguno como único.
Expone huellas de cada ayuda, cada negación, cada encuentro estrecho, cada saludo distante.
Sus arrugas denotan la experiencia; experiencias que dejaron sus marcas.
Las líneas, que se entrecruzan a cada instante, muestran firmeza, bondad, transparencia, descanso.
Contiene esencias de nuestra identidad, de nuestro ser, actual y pasado, que preanuncian lo que podemos ser, lo que no queremos ser, lo que dejamos de ser.
Sostiene, palmea, empuja, frena, alienta, advierte, abraza, moviliza, acaricia, golpea, se rinde, se levanta, invita, destruye, edifica.
Cuando se esconde o se cierra, es signo de escudo, de debilidades, de renuncias; cuando se levanta o se muestra, es signo de presencia, de cambio, de entrega.
Aprende a dar, recibiendo.
Es una de las primeras formas de explorar el mundo.
Necesita y la necesitan, pero su esencia está en lo segundo.
Es siempre igual, es siempre distinta.
Es única.
La vida tiene su metáfora en la palma de nuestra mano.
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