jueves, 16 de diciembre de 2010

Acostumbrados a los muros


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…otros muros han brotado, siguen brotando, en el mundo, y aunque son mucho más grandes que el de Berlín, de ellos se habla poco, muy poco o nada. (Eduardo Galeano)

Los hemos hecho parte de nuestro paisaje cotidiano. Quizás por eso tengan el privilegio de pasar desapercibidos, a pesar de su magnitud e imponencia.

La altura importa tanto como su extensión; y ambas son directamente proporcionales a lo negativo de sus efectos.

Nunca son necesarios, pero quienes los construyen los presentan como esenciales.

Separan, claro. Dividen, por supuesto. Pero también tienen otras funciones que tienen efectos muchos más nocivos y permanentes, y que muchas veces se ignoran o se niegan: segregan, humillan, destruyen, arrancan, deshumanizan.

Y tanto extreman las diferencias, tanto agigantan la brecha entre un punto y otro, que llegan al punto de anularlas, de hacerlas invisibles, de desecharlas, de quitarles entidad. Y al hacer esto la diferencia se vuelve más grande aún. Y más insalvable.

Algunos se adornan, se decoran, se embellecen. Pero todo con un sarcasmo y una ironía propios de aquel que se vanagloria de estar de un lado y odiaría estar del otro. Otros incluyen elementos aún más tenebrosos, como púas, que agigantan su poder.

Tienen esa drástica misión: hacer que haya un aquí y un allá donde antes no había.

¿Por qué se levantan? Eternos e innumerables motivos, muchos, pero siempre los mismos: miedo, rencor, venganza, mentira, soberbia, como escondite, como jaula, como aislamiento, como manera de marcar territorio.

No tienen límites: su altura y extensión se van modificando a medida que aquellos motivos se agrandan.

Lo peor de todo es que muchos se construyen en segundos, sin ladrillos y sin demasiado esfuerzo.

Así, está claro que vivimos amurallados y amurallando. Lo realmente complicado es derribar estas moles que siguen pasando desapercibidas.

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