sábado, 13 de noviembre de 2010

Autoencierro


Encerrados. Autoencerrados. Así nos encontramos muchas veces. Por elección o por necesidad. O sin saber porqué. Pero siempre por miedo.

En las más absolutas de las oscuridades estamos dentro de un espacio que, paradójicamente, nos contiene pero también nos atemoriza. Pero mucho más nos atemoriza el sólo pensar en salir, en poner un pie afuera. En arriesgarnos.

Ese afuera en el que, otra vez paradójicamente, anhelamos estar pero del que queremos huir. ¿Qué hay allí? Claridad, certezas, esperanzas, proyectos, caminos, vidas, aires, aromas, alimentos, sueños, descansos….

Pero preferimos seguir enclaustrados en nuestras propias ansiedades. Nos acostumbramos a desear el afuera y a soportar el adentro. Y eso nos enferma, no nos hace bien, nos paraliza, nos anula, nos adormece.

Y encima cuando tomamos coraje y decidimos asomarnos mínimamente a la realidad que está del otro lado, espiando sin demasiado convencimiento, enfocamos nuestra mirada en las barras que nos encierran, en los barrotes que nos aíslan, y no en la luz y los colores que están inmediatamente más allá.

Una tercera paradoja: Buscando la liberación encontramos la causa de nuestro encierro.

En ese momento, con la frustración llevada aún más al extremos, volvemos sobre nuestros pasos y quedamos en penumbras nuevamente. Y nos repetimos sin cesar: “No vale la pena”.

En realidad, de lo que no nos dimos cuenta es de que estuvimos muy cerca de salir del autoencierro, y de que arriesgándonos sólo un poquito, podríamos haber vencido el temor. Era cuestión de enfocar la mirada más allá de los barrotes.

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