jueves, 30 de septiembre de 2010

La cuestión es que no se apague


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Dice Galeano que el mundo es un mar de fueguitos. Y debe ser así nomás. Porque lo que nos moviliza en cada paso de nuestra vida es esa llama interior que alumbra, quema, cobija, alimenta, prepara, transforma. Y cuando se apaga, se apagó la vida.

Pero entre ambos extremos, la llama vívida y la ausencia total de fuego, hay muchos momentos intermedios que justamente son los que más abundan en nuestra existencia. Instantes desconcertantes en los que el calor y la luz son diminutos, débiles, altamente vulnerables. Son esos trayectos de nuestra vida en los que cualquier brisa leve nos puede apagar. Y entramos en una gran disyuntiva de la que es muy difícil salir, trascender: nos ocupamos de resguardar eternamente esa llamita, sin movernos, sin respirar hondo ni fuerte, sin que nadie se acerque… o decididamente gastamos todo el poco o mucho tiempo que quede de fueguito, y así nos apagaremos con la supuesta certeza de haber aprovechado hasta el último segundo (aunque el riesgo sea, paradójicamente, quemarse)…

Por suerte, hay una alternativa intermedia que no debemos desechar… es más, deberíamos considerarla como primer opción, dejando de lado orgullos y egoísmos, resignando algo por un bien mayor. Se trata de confiar en que otro nos cuide la llamita, en que alguien la sostenga mientras nosotros buscamos la urgente manera de reavivar el fuego, de volver a brillar con esa luz y ese calor que hasta no hace mucho presumíamos. Obviamente que no puede ser cualquier otro… debe ser alguien cuya valentía llegue al extremo de cuidarla como si fuera propia. O más… ¿No existe? Nos sorprenderíamos de la cantidad de personas cercanas y no tanto que están dispuestos a dar la vida por nosotros.

Porque seguramente, no hace mucho, cuando el fuego de nuestra vida estaba en su esplendor, casi sin saberlo, naturalmente, ayudamos a alguien a sostener su pequeño y frágil pabilo mientras recuperaba su esencia brillante.

De eso se trata. De que aquel mar de fueguitos no se acabe. Y de que alternemos nuestra misión entre: custodiar las llamitas de los otros, delegar el cuidado de las nuestras para recuperar su fuerza original, y fundamentalmente, arder, brillar, encender, iluminar la innumerable cantidad de oscuridades que hay a nuestro alrededor.

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